sábado, 20 de agosto de 2011

Bajo el signo del éxito: y la gente dirá, ¡quién como la bestia!

Bajo el signo del éxito: y la gente dirá, quien como la bestia.

Algunas versiones familiares dicen que al tío abuelo Luis Napoleón,  quien fundamentalmente era un hombre bueno, le tembló el pulso al momento de tirar del gatillo y que un empleado enviado secretamente por su familia política, también mancillados en su honor, usó el puñal para terminar de una buena vez con una pasión clandestina imperdonable en la Venezuela de comienzos del siglo pasado. Luis Napoleón asumió la autoría del hecho, hacerlo era una cuestión de honor, también lo era pagar su culpa en la terrible prisión de Las Tres Torres, donde la impiedad  gomecista  se administraba por igual al criminal común y al soñador. Era un tiempo en el que el honor era un ideal sagrado cuya preservación justificaba cualquier cosa.
Yo siempre he temido a los ideales sagrados, básicamente porque suelen ser una patente de corso para profanar cualquier otro ideal, como el respeto a la vida, al derecho del otro, a las cosas que nos permiten regularmente convivir. Creo que el ideal sagrado de nuestros días en el mundo organizacional es el éxito.
No tengo nada en contra del éxito, me agrada y lo persigo, en tanto se entiende como alcanzar aquello que deseamos, valoramos y disfrutamos, pero creo en el éxito siempre que sea éticamente alcanzado. En el caso del quehacer organizacional, la ética del éxito es muy sencilla y fue postulada desde la fundación del campo administrativo en el principio número seis de Fayol, de profunda inspiración Rosseauniana : El interés colectivo debe prevalecer siempre sobre el interés individual. Es un principio que no ha envejecido, basta con revisar los trabajo de Jim Collins para darse cuenta que lo que se inició como la búsqueda de los factores que hacían a una empresa sobresaliente, terminó con al análisis de las motivaciones de cierto tipo de líder, caracterizado por estar completamente dedicado a una causa: un apasionado de una obra trascendental a la que él sirve. Bajo ningún concepto, en estos líderes de reconocimiento mundial, la figuración personal constituye su motivación. Los inspira la ética del predominio del interés colectivo.
El problema es que este tipo de líder, comprometido con este tipo de éxito, es tan infrecuente que el diligente profesor Collins debió buscarlos minuciosamente por todo el mundo y en todos los ámbitos, una buena parte de los líderes o profesionales reconocidos como exitosos que yo he conocido, no son así.
Lo que me propongo en este artículo es describir a esta modalidad tan común del profesional reconocido como exitoso, de esta modalidad que no parece inspirada en el predominio del interés colectivo, pero que rápida y sólidamente han alcanzado muchas de las condiciones que suelen intervenir en lo que usualmente las personas definen como el éxito en las organizaciones (reconocimiento, logro de posiciones directivas, proyección internacional).
Me doy a la tarea de describirlos por dos razones, la primera de ellas es el mero placer de comentar lo que considero es un hallazgo colateral en mis cotidianas tareas de consultoría, uno que parece pasar inadvertido al interés de la mayoría de las organizaciones. La segunda, es el bien intencionado interés de advertir al inocente, al romántico ingenuo convencido que, desde la equidad, podrá cazar una pelea con uno de ellos y salir bien librado. Estos tipos son invencibles.
La primera característica de estos perfiles es su habilidad técnica. Aunque muchas veces el encono que generan acarrea rumores sobre su aptitud, estos son falsos: su fortaleza técnica es innegable y está dirigida a un área del negocio que tiene gran impacto al momento de agregar valor. Cuando he tenido la oportunidad de conversar con ellos, he podido constatar que esta área de experticia parece constituir su único interés en materia de formación y que su cultura general tiende a ser débil y superficial, lo que de alguna manera les impone una visión bastante constreñida del mundo. No me parece una coincidencia que esto contraste con la segunda cualidad que Fayol juzga necesaria para un administrador: las cualidades intelectuales y la solidez de su cultura. Son tales intereses los que constituyen al hombre como un ser sensible y, consecuentemente, interesado en cosas que no reportan un beneficio material inmediato, como la ética y, ¿por qué no?, cierto sentido estético en sus acciones. Estos panas actúan feo.
Un clarísimo foco en resultados es la segunda característica y su principal fortaleza. Definitivamente de inmediato saben qué hacer, cuándo hacerlo y de qué manera sus acciones tendrán un impacto más profundo y, por sobre toda las cosas, mucho más visible. Por ello, obtienen logros cruciales que saben capitalizar de inmediato, lo que muchas veces hacen apelando también a uno de los aspectos más ominosos de su forma de proceder: la descalificación, el desprestigio o la destrucción del otro.  Este tipo de perfil se las ingenia para ser siempre el héroe y si de algo requiere un héroe es de villanos, por lo que no les basta con aportar soluciones, tienen que demostrar que los demás son incapaces de hacerlo, que su ineptidud ha acarreado daños a la organización, daños que se habrían agravado de no ser por la acción del héroe, siempre dispuesto a descubrir la “mediocridad”  donde quiera que esté. Así, actúan en dos direcciones: como cazadores de errores y descalificadores de lo que se ha venido haciendo y, en no pocas oportunidades tendiendo verdaderas emboscadas capaces de dañar severamente cualquier carrera profesional.
Adicionalmente, estos perfiles suelen contar con la capacidad de “leer” muy bien a las personas; entienden rápidamente sus motivaciones, sus estilos comunicacionales y pueden predecir sus reacciones. Gracias a ello, son excelentes constructores de relaciones de confianza por parte de sus jefes. En poco tiempo se convierten en sus aliados y su palabra gana un peso formidable. Cuando combina esta habilidad con el alcance de sus primeros logros, su credibilidad se hace invulnerable.
Por último, he verificado que, en  muchas oportunidades, tienen una muy particular relación con la verdad, No mienten descaradamente, pero siempre hay puntos obscuros en su trayectoria: Un pasado  con actuaciones poco loables, un currículo con ornamentos rayanos en la falsedad y definitivamente, en ningún caso, practican lo que predican. Obviamente, la transparencia no les resulta una práctica frecuente.

“En esta vida todo se paga”, “Arriba hay un Dios que lo ve todo”, “Una persona así nunca podrá ser feliz”, “ya le llegará su momento”. Si alguna de estas expresiones ha pasado por su mente después de haber convivido laboralmente con una de estas personas y cree en ellas con firme convicción, su ingenuidad no tiene límites. Estos perfiles siempre disfrutan de la buena fortuna, por razones tan lógicas como lamentables.
En primer lugar ellos son capaces de generar resultados tangibles en muy poco tiempo y las consecuencias negativas de sus actos (como la inexistencia de cuadros de relevos o la imposibilidad de establecer equipos autodirigidos) son visibles en el largo plazo y excepcionalmente en el mediano. En segundo, he observado que, en el caso de las multinacionales, las políticas dirigidas a promover el bienestar de los colaboradores son mucho más enérgicas en las casas matrices que los mercados relacionados. Así, que si desea iniciar una noble cruzada contra ellos y erigirse como el redentor de su organización, no deje de comentarme cómo es la vista desde el Gólgota






sábado, 6 de agosto de 2011

Motivación, por fortuna las sonrisas no son requeridas

Motivación: por fortuna, las sonrisas no son requeridas.

Yo no recuerdo el nombre de Casanova. Recuerdo vagamente a un muchacho flaco, rubio, muy silencioso, inexpresivo. El acné se había cebado con su rostro y lo comía como una quemadura feroz. Pertenecía, como yo, al grupo de los nerds del salón, selecta y poco afortunada cofradía que todos los días debía arreglárselas para vivir en el mundo de los depredadores más aptos. Ingenieros de la subsistencia , los nerds terminábamos por desarrollar una cualidad salvadora y la de Casanova era el dibujo, podía dibujar cualquier cosa: logos para una miniteca, diseños de nombres, retratos. Los obsequiaba generosamente y resultaban maravillosos, al punto de ganar la simpatía del más implacable bravucón, que lo promovía a la categoría de “compinche”, al ver el IZAGUIRRE , estampado en letras góticas, presidiendo su imagen en grafito con increíbles detalles de su motocicleta.
Para entender las dimensiones del titánico logro de Casanova, es necesario haber conocido a Aimar Bracho y haberla visto levitar graciosamente frente a la banca del equipo de futbol, el lugar exclusivo de los nerds. Aimar combinaba una belleza conmovedora con las virtudes de una personalidad vivaz y subyugante (cualidades a las que los años le han servido de muy buen roble). Estaba reservada para los titanes del liceo, sujetos olímpicos como mi amigo Vladimir Lugo, quien fuera su novio por años. Para nosotros era nada más una visión fascinante a la que se asistía con admiración, frenética descarga hormonal y sobretodo aceptación resignada: ella no es para nosotros. Aunque a decir verdad, Casanova no nos acompañó en esa convicción.
Debido a su naturaleza absolutamente intravertida, silenciosa e inexpresiva,  no me enteré de su proeza sino más de veinticinco años después, cuando hablaba con Aimar sobre su prematura muerte. El laborioso Casanova durante meses se dio a la tarea diaria de escribir párrafos verdaderamente inspirados y dibujos hermosísimos y dedicarlos a Aimar en un anonimato, que si bien la calidad de su trazado hacía inútil, agregaba nobleza y encanto a la persistente correspondencia. Un día se atrevió y la convocó a un encuentro en un lugar del liceo. Aimar asistió y escuchó de un tímido, pero decidido Casanova toda su admiración. Ella respondió: “por qué no me lo dijiste antes” y veinticinco años después me confesó que el muchacho había logrado encantarla con su esfuerzo. Quizás no fue un completo final feliz porque no se dio noviazgo alguno, pero el gran acto mágico de Casanova se había logrado, el nerd había conmovido a la esfinge y ella lo vio parado frente a ella como un pretendiente válido, quien quizás sólo por cuestiones de contingencias y tiempos no saldría de ese rincón del liceo tomado de su mano.
Durante todo este proceso sistemático, incansable, valeroso y decidido, Casanova no dio muestras de animosidad. No se le veía particularmente estimulado en su acción, no había un brillo especial en sus ojos, no hablaba. Por eso siempre pienso en Casanova cuando abordo el tema de la motivación, sobretodos en estos tiempos de new age gerencial, que la postula como una suerte de inspiración arrebatadora y muy ruidosa, siempre reflejada en entusiasmo.  Los llamados motivadores profesionales siempre sonríen y están a la caza de sonrisas. De este semblante de la motivación se ha hecho un ideal y una panacea. Hará cosa de dos meses vi en televisión una entrevista a una entusiasta profesional que se autodefinía como “motivadora de vida”. No conozco su trabajo y no puedo criticarlo, pero el título ya llena de expectativas. ¿se trata de alguien que habría sido capaz de sentarse un rato con Jean Paul Sartre o Franz Kafka y hacerlos saltar de alegría?, no lo sé, quizás los efectos de sus intervenciones sean más o menos los mismos de los que se derivan de cualquier terapéutica psicológica: La gente se moviliza en alguna medida. Pero el hecho es que su hacer está rubricado con el neón del New Age gerencial.
Yo siempre estaré convencido de que la motivación es algo mucho más sencillo y modesto, aunque capaz de generar efectos importantes. No es algo tan ruidoso y feliz, no requiere del permanente sostenimiento de una sonrisa estúpida en el rostro. Es algo muy sosegado, aunque muy sostenido, algo muy a lo Casanova, su encanto es la pregnancia.
Imagine que se encuentra usted viendo la TV, es hora de los comerciales y siente sed. En ese momento, su mente define un propósito: tomar agua y ese propósito desencadena una serie de acciones como atravesar la casa, llegar a la cocina y servirse un vaso de agua. Decimos entonces que esas acciones están motivadas. Así de simple, sólo tres elementos en juego: necesidad, propósito y acción. Claro que en el caso de los seres humanos, las necesidades cubren un amplísimo rango, cuya base son las necesidades fisiológicas y su ápice las complejas necesidades de autorrealización. Tengo plena consciencia que esta es una información básica, conocida por cualquiera relacionado con el campo administrativo, una de esos conceptos básicos, rudimentarios y opacos a los ojos del  inspirado e inspirador new age gerencial. Tan arcaico y “desactualizado” (un término encantador que de un plumazo se importó del argot informático y que sirve para denotar lo avanzado de las posiciones esclarecidas del new age) que los comprometidos con “esa maravillosa cualidad humana que nutre de vida las organizaciones”, se han visto en la necesidad de iniciar toda una prédica reveladora sobre las verdaderas y trascendentales circunstancias en que ocurre la motivación. Pasan por las maravillosas leyes del pensamiento positivo, el examen profundo de los sentimientos (así parece ser, si usted no es un sujeto harto sensible y preferiblemente llorón, muy probablemente sea un mal gerente), la inspiración que debemos encontrar en una serie de figuras por lo general ajenas al quehacer administrativo y a veces, hasta por la experiencia transpersonal.
Pero  si en algún momento dejásemos de pensar en motivadores inspirados y esclarecidos  y decidiésemos asumir directamente nuestra responsabilidad al momento de motivar (no estaría mal hacerlo, ya que desde los clásicos hasta los autores contemporáneos se reconoce en ello una función gerencial insoslayable), valdría la pena detenernos en el concepto original. Hay en él profundas implicaciones para el hacer gerencial.
En primer lugar, si bien suele ocurrir que el alcance del propósito  acarrea un estado de satisfacción y muy probablemente, una contingente sensación de felicidad, no es la sensación de felicidad o una particular exaltación del espíritu, lo que define si una acción está motivada. Es la firme convicción de mantenerla hasta la consecución del propósito. Por eso, el  impasible  Casanova es mi ideal de motivación.

La idea es tan simple que podría costar entenderla, pero Casanova puede ayudar a pillarla. Él nunca se vio particularmente emocionado ni feliz mientras hacía su esfuerzo por cautivar a Aimar, pero no dejo de dedicarse a ello un solo día durante un año escolar completo. A veces, inclusive la conducta profundamente motivada puede ser acompañada por muy mala hostia, para decirlo en términos de Pedro “El gallego”, mi compañero de trabajo de los días en que hacía radio para pagarme los estudios. Como mucho de nosotros, Pedro trabajada y estudiaba a la vez y nunca dejó de quejarse por ello, siempre se le veía con mala cara y, como él solía decir, de muy mala hostia, pero no decayó jamás en su esfuerzo hasta graduarse. En una palabra, la apariencia de felicidad y el entusiasmo contagioso no son necesarios compañeros de la conducta motivada. Puede que aparezcanr sólo cuando se consigue el propósito.
Vista así, desprovista del componente de inspiración arrebatadora y felicidad plena, no sería necesario ser un sujeto carismático, hábil orador y conocedor de las profundidades de la afectividad para motivar. Cualquier mortal podría hacerlo, por ejemplo tomando algunas previsiones en la manera en que comunica resultados a su equipo.
Imaginemos que los resultados de la gestión de su equipo han sido negativos, ¿la transmisión de estos resultados debería necesariamente en la pérdida de la motivación?, bueno sólo si usted es un perfecto desgraciado.  Para destruir la motivación sólo tendría que adoptar un discurso como éste: “bien, ahí está el resultado. No lograron las metas, conociéndolos, no me extraña…” No propongo aquí que renuncie usted a ser un perfecto desgraciado y se asuma entonces como un esmerado boludo, para adoptar un discurso como: “Como pueden observar, no logramos los resultados,  pero quiero hacerles un reconocimiento: creo que somos un equipo muy unido y nos unimos más con cada fracaso, ahora debemos ser el equipo más unido de la compañía”. En el primer caso, destruirá el clima, en el segundo, su complacencia destruirá el profesionialismo. Pero por qué no ensayas una tercera opción en la que infunda la voluntad de superar el reto: “Esos son nuestros resultados, como pueden ver, no cumplimos la meta. Sabemos que como profesionales no podemos permitirnos eso y sabemos también que la empresa no puede permitírselo,. Así, que ¿Qué haremos para revertir esta situación?”. Este es el punto donde desata una tormenta de ideas, establece planes, formas de seguimientos y compromisos. No necesitará que las personas salten de alegría, de hecho es muy poco probable que lo hagan, sólo requerirá que todos asimilen que el cumplimiento del propósito es vital para satisfacer una necesidad, cuya satisfacción será beneficiosa para todos. Claro que esta es la parte más fácil. Lo fundamental es lo que sigue: asegurase que se logre el resultado y una vez que esto ocurra, celebrarlo.
Esta es toda la receta. El problema es que el banquete tiene más de mil platos. Asumir la responsabilidad gerencial de motivar implica el minucioso cálculo del impacto motivacional de cada acción, pero el desmontar la motivación de su semblante de irrefrenable alegría y festiva animosidad y asociarla a lo que, en definitiva, está asociada, a la persistencia de la acción, permite un campo de mucha movilidad. Logre hacer que las personas tengan claridad de propósito y del impacto de su cumplimiento en el interés de todo, vale decir en la satisfacción de sus necesidades y estará motivando, luego desvívase para que su equipo logre los resultados, publique su progreso y celebre los propósitos alcanzados. Haga esto y estará motivando, siempre que pueda enlazar el alcance del propósito a la dimensión interpersonal del interés, como la autorealización, la capacidad de control sobre el cargo o el reconocimiento del histórico de gestión.
¿Hay otras variables a tomar en cuenta en cuanto a la relación de las personas con su trabajo? Sí, claro. Podríamos hablar de factores como el clima y el salario, pero no olvide que estos son factores higiénicos; no motivacionales. Es decir determinan que la gente no abandone el cargo, no que den lo mejor de si en su actuación (es decir, NO SON MOTIVACIONALES), la responsabilidad de la motivación es enteramente suya como supervisor, es susceptible siempre a su influencia  y no es delegable. Lo demás es circo y mucho me temo, que eso incluya la panacea de la alegría a toda prueba.

jueves, 7 de julio de 2011

sobre el incómodo asunto de Recursos Humanos

Sobre el incómodo asunto de los recursos humanos

Si algo he tenido en mi vida son tíos y de una enorme variedad: Los tuve literatos, cronistas de la ciudad, camarógrafos de una naciente televisión venezolana, domadores que ponían de rodillas elefantes enormes, aseguradores, una a la que adoro, laboratoristas, de los que conversaban conmigo, de los que nunca me soportaron, uno que fue banquero y llevaba importantes remesas a lomo de mula, galleros, presidiarios y los que olvido en esta enumeración.
Al tío Cayetano le decíamos El negro. Lo hacíamos por una razón muy particular; era negro, como lo es mi esposa, a quien quizás por seguir la iniciativa familiar, me da por decirle negra. Tío negro. Ocurrente, querido, impuntual, sepultado. Nunca se nos ocurrió decirle de otra manera y lo hacíamos con gran naturalidad, básicamente porque a ninguno de nosotros nos pasó nunca por la mente alguna preocupación alusiva al racismo. Lo mismo me pasa con mi esposa.
Digo esto porque recientemente en Venezuela el calificativo negro pronto será proscrito y sustituido por el de afrodescendiente. Qué, según argumentan los defensores de la idea, está desprovisto de connotación peyorativa. Yo no lo voy a usar por dos razones. La primera porque me resultaría imposible parchar mi memoria con la redefinición de mi querido tío afrodescendiente o tratar a mi esposa de afrodescendiente (particularmente en situaciones muy íntimas). La segunda porque no tengo nada en contra de los negros, no creo que ser negro sea peor que ser blanco y, consecuentemente, no creo que el adjetivo negro tenga algo de malo.
Siempre he pensado que cuando alguien usa formas como “personas de color”, “bien moreno”, “obscuro”, evita a toda costa el término negro porque su propia orientación racista le induce a pensar que es ofensivo o, en el mejor de los casos, poco delicado. Creo que lo mismo ocurre con el término Recursos Humanos.
Hoy en día pareciera que hablar de recursos humanos es un signo de desprofesionalización del especialista del área. En su lugar se utilizan una serie de subrogados a veces de naturaleza insólita que van desde un políticamente impecable capital humano hasta un francamente risible talento humano (el adjetivo advierte que no hablamos de, por ejemplo, talento porcino). En el medio, gestión de gente (muy buen nombre para un partido político) o gestión humana (que bien podría aclarar la naturaleza no divina de los gestores).
Sé que la discusión tiene tiempo: ¿No es acaso un agravio al libre albedrío propio del ser humano, el más exclusivo de los dones recibidos, la condena al lecho de Procusto[1] de la condición de recurso?  De recurso, de “conjunto de elementos disponibles para resolver una necesidad o llevar a cabo una empresa”, así tan crudo como sólo la precisa frialdad de la RAE puede definirlo. 
“Para  nosotros las personas no son un recurso”, me han dicho en más de una oportunidad. Siempre me he preguntado por qué tienen expectativas de que les crea algo así. “Aquí nos llamamos Talento Humano”  y me lo dicen con la misma cara y tono con la que otros me dicen “es una muchacha morena muy bonita” cuando les enseño una foto de la afrodecendiente de mi vida.
En mi opinión personal el hombre en la organización[2] sí es un recurso. Cuando me piden que seleccione a alguien, me piden a alguien capaz de hacer algo en específico, cuando me piden que contribuya al desarrollo de la gente, ese desarrollo siempre está vinculado de una u otra forma a una manera de agregar valor. Me piden recursos. Yo no tengo problemas en ver esto así por una razón: Yo creo en la empresa como actor social, no me parece que esto tenga nada de malo.
No se trata de cambiar nombres, de cuidarse de la palabra recurso como de la peste. Se trata de que ese contrato social que temporalmente ata sujeto y empresa y que siempre será un convenio medios a fines, se de en condiciones justas. Se trata de que el ámbito laboral suceda en la vida de la persona como un hecho digno y provechoso. A cambio, la empresa debe obtener un recurso. ¿Tiene algo de malo? No, a menos que usted abrigue prejuicios secretísimos contra los fines de producción de una organización y entonces vea esto con cara de “ah, morena su esposa”.
Si entendemos que esto está en la base de la vinculación del sujeto con la empresa y tratamos el asunto con el cuidado que merece, ahorraríamos bastante en costosos programas dirigidos a hacer ver a las personas cuán importantes son para la empresa, no invertiríamos tanto tiempo en crear nombres claros al advertir que valoramos la condición humana y ganaríamos algo fundamental: coherencia.
Coherencia en nuestras declaraciones sobre el valor que le damos a la gente y nuestros actos hacia ella. De esta manera, el valor de la gente se saca del slogan, de las sonrisas perfectas en el protector de pantalla, de los habladores del comedor y se ponen donde deben estar: en la realidad de la política en el trato con las personas y las connotaciones que en materia de gobierno de la organización esto tiene.
Conozco una organización que diseñó un teóricamente muy hermoso programa corporativo dirigido resaltar el valor de los colaboradores y a re-lanzar su rol, esta vez como protagonistas de la sustentabilidad del negocio. Durante más de tres años, el programa se difundió a toda la organización y de hecho, tuvo algunos efectos positivos. En el tercer año hubo una modificación en la política de asignación de clase ejecutiva o turística a los empleados que viajaban en el cumplimiento de sus funciones. La antigua política que determinaba la asignación de clase ejecutiva si el viaje era mayor a tres horas, se sustituía por una que asignaba a clase ejecutiva sólo a quienes reportaban directamente al director del mercado, independientemente de las horas de viaje. De esta manera, la consideración sobre las posaderas de los colaboradores se regiría no por lo agotador del viaje sino la jerarquía de su reporte. A esta clase de necesidad de coherencia me refiero.
No digo que las organizaciones que sustituyen el nombre de Recursos Humanos, carezcan de este tipo de coherencia. Lo que quiero es comentarles que he visto que en organizaciones sin tal coherencia, existe una especial preocupación por poner nombres novedosos, atractivos y románticos a todo lo relacionado con el tratar con las personas. Para ellas el referirse a las personas como un recurso es anatema; no una realidad que en la    especificidad     de       su    contexto,    resulte   un   motivo de    orgullo, una  sana relación sujeto/recurso - Empresa/contexto de experiencia laboral digna y provechosa. Y en su caso, razón tienen.
¿Cómo se logra esta coherencia? “No hay una receta para esto”, suele ser la respuesta de un consultor cuando en realidad quiere decir “no tengo la menor idea”. Por ello, yo me animo a esbozar una receta. Es la receta de aquellos cuyo éxito en lograr la identificación de su gente he podido atestiguar.
1.- El ápice estratégico debe tener claridad de si en verdad la relación con la gente tiene valor para la organización. Si la conclusión es que no tiene un peso determinante (créalo o no esta conclusión es posible), la recomendación es que sigan como van, pero dejen de inventar nombres pomposos para referirse a la relación con la gente. Si la conclusión es que si lo tiene, prepárese a asumir el punto 2.


2.- Decida con coherencia: Haga lo que tiene que hacer con Ramiro, ese ejecutivo que tiene unos números fantásticos, pero trata a su gente de la peor manera posible.
3.- Modele y forme a su línea supervisora con especial énfasis en los pormenores del arte de tratar con gente. Promueva una cultura del respeto.







[1] Cuenta la leyenda griega que Procusto era un salteador de  caminos que secuestraba a sus víctimas para hacerlas calzar perfectamente en un lecho. Si la víctima era mas larga que el lecho, amputaba lo sobrante; si era más corta, la hacia encajar mediante estirones mortales.
[2] No estamos hablando de la empresa de los años 20, una especie de máquina de moler carne, hablamos de la del siglo 21, con una larga historia de sindicalización, de creciente conciencia social en los ejemplos más felices como – a mi juicio- Empresas Polar; y en el mundo occidental, de sensatas regulaciones estadales.


domingo, 26 de junio de 2011

La culpa es del monje que vendió su vaca para reponer el queso robado

De no ser por la  diligencia del chico de protocolo, Jean Focaumbert  habría derramado su agua en una de esas veces que la llevaba a la mesa para colocarla, sin percatarse en lo más mínimo, sobre el cable del micrófono. Por fortuna,  pocas veces recurría al vaso, noté que solo cuando lucía incomodado. En general, era un ponente amable, abundante en ejemplos y dispuesto a volver sobre las ideas, toda vez que las preguntas del auditorio  delataban una comprensión incompleta o inclusive obtusa. El vaso de agua lo tomaba inmediatamente después de haber concluido un episodio   de vehemencia y tosquedad conclusiva, que los franceses ejercen cuando defienden una posición de principios o cuando trabajan en un módulo de información del Aeropuerto Charles de Gaulle.
En los años 90, Focaumbert era una de las referencias  fundamentales en materia de Didáctica de la lecto-escritura de orientación constructivista ( postura teórica que postula al niño como un aprendiz activo, reflexivo e  interesado) y el auditorio – que era de especialistas o al menos de gente que se presentó como tal-debió haber tenido noticias acerca de cuáles preguntas podían constituir una estupidez, pero cada cierto tiempo alguien se ocupaba de demostrar lo contrario y hubo que llenar el vaso de agua de Foucambert al menos en una oportunidad. Por desgracia, se formularon preguntas como:
“¿En qué momento debe el niño empezar a leer cosas ya más de adultico?”
“¿Cómo se le hace que la lectura sea sencillita para los niños?”
Y muchas otras que, como estas, involucran el considerar al niño que aprende como un sujeto impedido intelectualmente para construir sentidos. Me pareció curioso que aparentes consagrados a una disciplina consideraran a los protagonistas del proceso que investigan, de una condición intelectual  insuficientemente sólida como para abordarla con los métodos con los que usualmente trataríamos  con una persona inteligente. Siempre pensé que esto era  propio únicamente de algunos didactas, que eso solo pasaba en esa área y que sin duda era una mera curiosidad. Los libros de moda en el campo gerencial de la última década me han sacado de esa convicción.
Mi formación es la de Psicólogo y cuando decidí abandonar el campo de la Didáctica para dedicarme a la psicología organizacional, me fascinó el descubrir que estaba frente a un área del conocimiento que desde sus orígenes abordaba su campo con todo el rigor que se requería. El supuesto de base era muy claro: La administración o actual gerencia, es un asunto denso y el tratar de definirla, circunscribirla enriquecerla y ejercerla  precisa de aproximaciones profundas y exhaustivas. Por ello, los padres del campo gerencial no dejaban piedra sobre piedra al analizar y teorizar sobre el administrar: Fayol  al formular su principio número seis explicaría el ordenamiento del cuerpo social de la organización a partir de Rosseau; Barnard elaboraría toda una teoría sobre el ser humano para intentar lo que a su juicio definía la cooperación dentro de las organizaciones; Simon se devanaría los sesos al  intentar racionalizar los procesos de toma de decisiones.

Lo más apasionante para mí era verificar que este impulso inicial se mantenía a lo largo del tiempo. ¿Existe un solo tema relevante para el hombre en tanto social sobre el que Peter Drucker no haya escrito ambiciosa, clara y acertadamente?. Los noventa también fueron intensos y llenos de aportes muy interesantes; eran los años de Porter reinventando la competitividad, de Truot adversándolo y planteando la mente del consumidor como el campo donde se dará la batalla por la diferenciación; de  Porras y Collins y sus impecables investigaciones en materia de Cultura organizacional. De eso se nutrían las librerías especializadas.
Hoy los títulos son otros: Quien se ha llevado mi queso, La  vaca, el Monje que  vendió su Ferrari. En ellos  algún contenido relacionado con el cambio y la actitud es explicado por medio de metáforas, de sentidos pre construidos para facilitar su digestión. Una metodología que tras dos sorbos de agua, Foucambert juzgaba del todo inapropiada para enseñar a los niños, pues desestimaba su potencia intelectual. No obstante, se proclama hoy exitosa para enseñar a gerentes.
Claro que estos textos son consistentes con el espíritu de los tiempos, de un new age que cada vez parece interesarse menos por el quehacer administrativo y más por descubrir " el increíble potencial del ser humano”, de una forma “sencilla y accesible para todos”. El de estos días parece ser el zeigeits[1]  gerencial  de lo inspirado, de la “mente positiva”, de lo que por ser  fuera de lo común es capaz de transformar gracias quizás a su “profunda sencillez”. Es como si lo deseable fuese hacer gerencia  con un continuo esfuerzo por contener lágrimas de emoción y sin necesariamente haber tenido que hacer demasiado esfuerzo intelectual para comprender el “intenso mensaje de cambio”. La movilización deviene sobretodo afectiva, no racional, gracias a las metáforas simples , prácticas, comprensibles  pero profundas y capaz de tocar la más sensible fibra sentimental del hasta ahora miope ejecutivo, preso inconciente de su zona de confort.
Recientemente escuchaba a un coach decir “La mayoría de los gerentes han tenido conflictos en su niñez”. ¡Dato crucial! , si se considera, sobretodo, que la mayoría de los médicos, la mayoría de los ingenieros, la mayoría de los  bomberos y de los Jesuitas, entre otros, también los han tenidos. Si no hay conflictos en la vida infantil, no hay vida psíquica, como lo reconoce más del 90% de las teorías psicodinámicas. Pero el comentario del coach en cuestión permite intuir otras cosas:
En primer lugar, que la aproximación del “zeigeits del increíble potencial del ser humano”  pone un particular foco en el aspecto humano de la organización que – según podría suponerse- ha sido frecuentemente soslayado o en todo caso tratado insuficientemente en el quehacer organizacional.  Son entonces las novedosísimas posturas del new age positivo, las llamadas a la tarea mesiánica, al darle su justo lugar, para de una vez poner en marcha los negocios, en clima de felicidad donde todos dan lo mejor de si mismos al tiempo que se enriquecen como seres humanos y no paran de crecer espiritualmente. Es como para hacer de shangri-la la nueva locación organizacional por excelencia. Un propósito muy noble, pero muy poco original y, según mi gusto, esta vez dotado de un meloso romanticismo  cuyo justo sentido estratégico en el campo yo no logro descifrar, más allá de su amplia y evidente aceptación popular.
En verdad, desde las bases fundamentales de la Administración se ha establecido clara, explicita y contundentemente que este es un campo de hacer con las personas y que el construir con la gente es el núcleo de la función gerencial por excelencia. No he tenido la oportunidad de toparme con un solo autor clásico dentro las ciencias administrativas en el que el tema humano no sea una cuestión privilegiada y de una u otra forma desencadenante del análisis. El que los gerentes no suelan abordar el tema con el cuidado, profundidad y acierto que su función demanda, no significa que no existan en el campo administrativo los referentes necesarios para tratar el asunto con suficiencia y foco específico. No creo que sea necesario que se organicen más foros gerenciales con los autores de Sopa de Pollo Para el Alma[2]  o se requieran importaciones psicoterapeúticas para abordar asuntos en los que la Administración es plena y profundamente competente.
El otro postulado que leo entre líneas en la declaración del coach es que debería resolverse un conflicto personal como condición previa para alcanzar un buen desempeño como gerente. En lo que a mí respecta, no estoy muy seguro si la pregunta por mejorar el desempeño, deba remitir a la psicoterapia o a una modalidad de esas que se definen como no psicoterapeúticas , pero que no paran de usar términos como conflicto psicológico, equilibrio mental, bienestar personal y continuamente invitan a “expresar tus sentimientos” o a “responderte desde tu ternura”. No creo que la organización sea ámbito psicoterapéutico o un punto de remisión válido.
No me inquietaría tanto este nuevo zeigeist si sus consecuencias no fuesen más allá de las espléndidas ventas de librerías. El problema es que también se traduce con facilidad en acción organizacional y creo que empresas y personas terminan sufriendo por ello, fundamentalmente porque la “penetrante sencillez de la metáfora transformadora” arrogantemente pasa por alto aspectos admistrativos mundanos, quizás muy poco conmovedores, pero indispensables al momento de tomar decisiones.
En una oportunidad pude atestiguar un proceso en el que se perseguía lograr colaboradores con más iniciativa en la línea de producción de una fábrica. Los argumentos: El ser humano se inhibe de mostrar su enorme potencial si el entorno no se lo permite; la gente trabaja más feliz cuando sus ideas son tomadas en cuenta; la calidad se construye con el esfuerzo de todos. No son falsos, sin duda, el problema es que el proyecto fue ejecutado más con foco en “el maravilloso potencial del ser humano” que con atención en las variables  gerenciales que se estaban impactando.  Se iniciaron masivos talleres de creatividad, donde los colaboradores llegaron a hacer listas inagotables de todas las cosas que se pueden hacer con un clip; inventaron nombres nuevos  que reflejaban las necesidades de mantenimiento de los equipos que designaban; aprendieron a generar ideas sin detenerse en su factibilidad y varias cosas más por el estilo. En pocas semanas el número de errores cometidos en la línea se multiplicó.
Pudo determinarse que la mayoría de los errores se debía a un gran número de acciones derivadas de inciativas no coordinadas y al ensayo de nuevas formas de hacer las cosas “sin temor a la generosa fuente de aprendizajes que es el error”.
No sostengo que favorecer el pensamiento creativo no pueda traducirse en innovación; sostengo que el foco no puede centrarse únicamente en que “la gente descubra lo apasionante que es crear”. Se me ocurre que en este caso, debió pensarse también, entre otras cosas, en:
1.- ¿Puede en una estructura organizacional tipo máquina darse rienda suelta a la creatividad sin tomar la previsión de crear un mecanismo de tecno estructura capaz de canalizar las propuestas para convertir así la creatividad en innovación?
2.- Las mejoras surgidas de la espontánea expresión de los colaboradores se originaron en el Japón de los 80, dónde el espíritu colectivo es propio de la cultura nacional, la coordinación era un asunto ya implícito en la acción colectiva del japonés, dada su naturaleza no individualista . ¿Puede soñarse con extrapolar la coordinación espontánea a esta rivera de El Arauca vibrador de un plumazo?, o por el contrario, era menester el haber previsto mecanismos de coordinación.
Estas acotaciones, quizás no son tan inspiradoras como las historias de sopa de pollo para el alma y no involucran la sosegada sabiduría que conduce a matar una confortable vaca, más bien forman parte de ese no tan vistoso pero imprescindible aspecto de la función gerencial, que me gustaría llamar buen juicio administrativo. Los textos capaces de apoyar su desarrollo no están hoy día  en los estantes de best sellers.
Por eso emprendo este blog, este divertimento, por el interés de generar un espacio para comentar  cosas quizás no muy atractivas desde el punto de vista comercial, quizás no muy inspiradores, probablemente incluso políticamente incorrectas en más de una oportunidad, pero, a mi modo de ver, de inobjetable importancia en el muy específico campo del quehacer gerencial.



[1] Expresión alemana cuyo significado puede interpretarse como espíritu de los tiempos
[2] La verdad no tengo nada en contra de los señores Canfiel y Hansen. De hecho, su opera prima contribuyó en gran medida en que una noviecita que tuve a mis veintidós años, sorteara algunos momentos tristes, pero me resiste a pensar en C.E.O. resolviendo cosas de manera tan enternecedora.